Textos

Pablo Pizarro, el escultor de paisajes.

Plenum ars ubi materia vincitur ipsa sua. Así definía Cayo Julio Lacer, constructor del Puente de Alcántara, la arquitectura, el arte perfecto en que la materia se vence a sí misma. Uno de los días en que tomé las notas para este escrito, Pablo se había citado con dos arquitectos amigos para dialogar acerca de los anclajes que hacen posible La danza de los juncos en el Campus Universitario de Toledo, fabrica de armas. Contemplamos cinco juncos de acero de cuatro metros de altura y veinticinco centímetros de diámetro, que se anclan debajo de la tierra en una danza de raíces que vence a la gravedad. Equilibrio, sí, equilibrio en movimiento de la materia venciéndose a sí misma en una danza de viento, silencio y música.
Como la escultura cuando es paisaje, la danza es la imagen de un proceso, devenir o transcurso. En las viejas escrituras de la India, la danza de Shiva simboliza el apareamiento del espacio y el tiempo. Esta creencia es universal: el ritmo como esencia de la creación. Por eso, con respecto a la música, la danza es antes sinestesia que pleonasmo. Para decirlo de forma más sencilla: la danza nos abisma en los silencios de donde nace la música. Dioses o demonios, o formas existenciales anheladas, los danzantes se entrelazan en un círculo de llamas que simboliza el matrimonio cósmico, la unión del cielo y de la tierra, y por eso facilita la unión entre las hembras y los varones.
Ya he dicho en otro lugar que el  equilibrio y la mesura de las obras de Pablo Pizarro me recuerdan la mentalidad taoísta,  que no fuerza nada sino que cultiva o deja crecer todo. Por eso he llamado este escrito El escultor de paisajes.  En chino, paisaje se dice shan-shui, y significa literalmente, montaña-agua. La turbación del mundo en constante mutación se manifiesta en el paisaje: la estabilidad de la montaña y el fluir constante del agua son el marco en el que suceden las estaciones en un presente eterno en el que el Yo y lo Otro, lo Individual y lo Universal pierden sus límites. En la obra de Pablo el hierro y el vidrio concurren en esa misma complementariedad en la que se representan dos extremos que, en vez de reducirse y anularse mutuamente, se unen y se atraen entre sí, amalgamándose en un universo propio en el que intercambian sus significados.  El hierro es la montaña de los paisajes de Pablo Pizarro, la inmutabilidad, el estatismo, la verticalidad. El vidrio es el agua, el mar, la impermanencia, el dinamismo, la horizontalidad. Vidrio y acero, binomio que representa los dos polos extremos o coordenadas espacio-temporales de los paisajes que Pablo Pizarro nos propone. El vidrio, la oscuridad ciega de lo vivo, hongos, algas y líquenes en forma de hojuelas o costras o cicatrices que crecen  en sitios húmedos extendiéndose por los huecos de las rocas y por los huecos fosilizados de los árboles en un paisaje devastado por el fuego o en bosques luminosos o sombríos. El hierro  habitado por una metafórica  simbiosis de vidrios que sugieren el origen de la vida y su continua mutación en otra cosa, plantas o insectos, animales en continua mutación, seres humanos o juncos en una danza de lo vivo sin antes ni después.
Así en La danza de los juncos, donde  el paisaje siempre está más allá del paisaje. En la antigua china uno no sabía si leía un poema y, entonces, veía un paisaje, o si leía un paisaje y, entonces, veía un  poema. Con esta obra en la que  somos paisaje Pablo nos invita a danzar, y la danza nos invita a que nos encarnemos en música.  Lévi-Strauss, para quien la música era supremo misterio de las ciencias del hombre, decía también que su hechizo proviene de que retira aquello que le oyente espera o le da algo que no esperaba, en una espera engañada o recompensa más allá de lo previsto. La música, esa máquina de suprimir el tiempo, es posible porque trabaja con el tiempo justamente para abolirlo. Esa sempiternidad de la música debería ser nuestro presente, porque si no podemos vivir en el presente, no vivimos. No hay partitura en el universo, sólo  música: el tiempo, la sustancia de la que estamos hechos, venciéndose a sí misma.

Federico de Arce, es Poeta y escritor.